Todos los españoles conocemos a Santiago Segura. Un actor que pasó de participar en «No te rías que es peor» para financiarse los cortos a secarse el sudor con billetes gracias a la saga Torrente, una de las pocas alegrías del cine nacional. Queda solo un mes para que se estrene la quinta parte, y con toda seguridad la taquilla le permitirá unas vacaciones a todo tren. Pero nadie llega a eso de la noche a la mañana y de su productora Amiguetes Entertainment también podemos destacar puntos negros, fracasos necesarios para salir adelante. El primero es Borjamari y Pocholo, tomadura de pelo de la que se ha hablado ya bastante. Y en segundo lugar está La máquina de bailar (2006), menos conocida y que Café Caracoles ha tenido el placer de comentar.
A diferencia de Borjamari, que salvó los muebles porque el público picó, La máquina de bailar se la pegó con estrépito. Pretendieron sacar dinero de una moda pasajera (el videojuego Dance Dance Revolution) atrayendo al público joven con rostros de la tele, el humor marca Segura, algo de promoción y un rodaje hecho a toda prisa, en tan solo dos meses. Recuerda mucho al estilo de Mariano Ozores (Veredicto Implacable), si no fuera porque el presupuesto fue de 2,6 millones de euros (contando la subvención nacional y de los gobiernos catalán y castellanomanchego)… y la recaudación en salas fue de algo más de medio millón, según el Ministerio de Cultura.
Es cierto que este castañazo coincide con una época de crisis en el cine español de la que poco a poco van saliendo: el público objetivo al que querían dirigirse ya empezaba a bajarse películas por internet, y un videojuego de bailar era bastante raro como para hacer algo mainstream. El resultado final es bastante mediocre, pues si en Borjamari había alguna broma divertida dentro de lo horrible que resultaba, aquí ni está ni se la espera.
Saltar sin ritmo no es bailar
Por encima de todo, las actuaciones en La máquina de bailar son bastante cuestionables. Con los adolescentes existe el pase de que se les de mejor o peor, si bien es cierto que ninguno es para tirar cohetes: Jordi Vilches funciona bien aunque ponga un acento raro. Sin embargo, Santiago Segura aparece destacado en la portada y hay que echarle imaginación para creernos que no es él. Se esperaba mucho más teniendo en cuenta que es el productor. Y más porque sí sabe actuar, se lo hemos visto un montón de veces. Aquí se limita a cojear y forzar la voz por Johnny, el clásico encargado de recreativas que pasó de comerse el mundo a malvivir de los recuerdos. Aun así no es el peor: José Corbacho ni siquiera entona, dando la sensación de estar haciendo bulto por un favor personal.
El elemento central de la película es todo lo relativo a la recreativa Dance Dance Revolution (Konami, 1998) que en aquel momento tenía algo de popularidad. Nuestro protagonista Dani (Jordi Vilches) se carga la boa albina de un legionario por accidente, así que participará con sus amigos en un concurso de DDR para conseguir pasta. Y ya puestos, el corazón de una chica (Bárbara Muñoz). Teniendo en cuenta que los japoneses prestaron su marca, contaba con un poco de gracilidad y esfuerzo. Pero en ningún momento dan ganas de moverse al ritmo del «Dam Dariram» porque ellos tampoco lo hacen.
Es difícil jugar en directo y actuar a la vez, así que la máquina emite vídeos de partidas grabadas. El caso es que nadie se esfuerza por hacernos creer lo contrario. Utilizan las dos pistas aún jugando en modo individual, hay sonidos positivos (You’re cool, Awesome) incluso si se ve un «BOO» en pantalla, y para ser un torneo se usan demostraciones en modo Basic (Fácil). ¡Ni siquiera pisan las flechas correspondientes aun cuando enfocan al tablero y se iluminan! Todos esos detalles, esas pequeñas chorradas, se podían haber disimulado en post-producción con un montaje eficaz. No sucede.
Lo mismo sucede con los secundarios. No hace falta contratar gente que haga las locuras de los asiáticos; de haber buscado un poco encontrarían tipos capaces de moverse con soltura. En vez de eso, todos los rivales a los que se enfrentan son una panda de frikis muy olvidables. Entendible si tenemos en cuenta que el torneo de DDR se celebra en un Salón del Manga… con gente disfrazada de aragoneses bailando jota. Sin duda es más digno que vestirse de Naruto, pero no termina de casar.
Calidad de «Directo al videoclub»
La máquina de bailar se estrenó en cines concebida para consumirse en el momento, como un yogur, y trincar cuanta más pasta mejor. La mayor pega que se le puede poner al guión es que se hizo a todo correr, teniendo en cuenta que solo tardaron ocho semanas en rodar. Así sale mal aunque impliques a gente con un currículo aceptable. Por ejemplo, el director (y guionista) Óscar Aibar es una persona que ha hecho cosas interesantes como Platillos Volantes, después El Gran Vázquez y algunos episodios de Cuéntame. ¡Si incluso están Borja Cobeaga y Diego San José, los que arrasaron con Ocho apellidos vascos!
Pero aquí los nombres son lo de menos. Aplicando el estilo Segura, las coñas absurdas y los cameos pesan más que nada. Sin ir más lejos, la premisa parece calcada del Gigoló de Rob Schneider. Solo que se cambia el pez león de Antoine por la boa albina, y la edad del protagonista para que ese joven adicto a los videojuegos, nuestro espectador potencial, se identifique con él. Un grupo de amigos que pasan el día en unos salones recreativos ya de capa caída en pleno 2006, cuando eran reemplazados por casas de apuestas si no echaban el cierre.
Y como en Gigoló, lo cómico se sustenta en bromas escatológicas, nostalgia (de Rocky III llegan a meter escenas reales con permiso de Stallone, según confirma Aibar) y referencias sexuales. Hasta cierto punto tiene sentido porque los protagonistas son chavales con ganas de meterla en caliente. Todo ello con la sutileza marca de la casa.
– ¿Queréis que haga algo? Sé abrirme de piernas.
– A ver si va a hacer ventosa.
Lo más positivo es que la cinta reconoce no tomarse en serio a sí misma. Eso estaría bien si al menos los gags tuviesen gracia, pero ninguno es digno de recordar. Si acaso, la escena final forzada como ejemplo de lo que no se debe hacer. Porque además de mal hecha, es ese chiste amable tan anterior a 2012.
Este no es el único problema. Al no revisarse el guión muchos personajes están mal definidos, de otros piden que les prestemos atención y después no aportan nada (los monjes shaolin), y por si fuera poco hay incoherencias en la trama. Por ejemplo, el interpretado por Eduardo García (el niño de Aquí no hay Quien Viva) confunde las direcciones, aunque vence sus limitaciones jugando de espaldas, sin necesidad de ver la pantalla. Todo eso podría pasar echándole imaginación… si no fuese porque en la gran final baila de frente.
La máquina de bailar se produjo sin más pretensión que entretener, y ya es mejor que ver cualquier telefilm de fin de semana de Antena 3. Sin embargo, resultó una empresa poco rentable y por ello se entiende que Amiguetes Entertainment se centrara años después en lo que mejor sabe hacer: exprimir al máximo la saga Torrente.